Justicia criolla: el crimen del extranjero - Capítulo I

Justicia criolla

El crimen del extranjero

Contenido

I. Escena del crimen

II  Una triste historia

III Investigación técnica e imparcial

IV Plan de carrera

Pesadillas

VI Alta hospitalaria

VII Confesión

VIII Cabos sueltos

IX Misión cumplida

Epílogo

CAPÍTULO I

ESCENA DEL CRIMEN

Ni treinta años de servicio en la Policía ayudaron al comisario Édgar Augusto Duarte Pereira a reprimir el espasmo de náusea ante la escena repugnante que quedó al descubierto cuando levantó la sábana blanca que disimulaba un bulto de forma alargada. La víctima, de sexo femenino, yacía sobre una mancha negra que contrastaba con el arenoso suelo de tono más claro de la orilla del río, ligeramente oscurecido por la lluvia que había caído durante toda la tarde, la misma que había dado lugar a una noche apacible y llena de estrellas que desentonaba con el horror de la escena. 

La desnudez de la muchacha, la postura indecente y las heridas y hematomas en áreas del cuerpo normalmente privadas atestiguaban que su agresor había cometido un crimen vergonzoso, empeorado por la garganta rebanada de oreja a oreja, seguramente para acallar sus gritos. El lado derecho de la cara, que parecía dormir apaciblemente, contrastaba con el lado izquierdo, horriblemente hinchado y amoratado, a tal punto que el ojo se distinguía apenas como una rayita bordeada de finos vellos. Tenía la boca cubierta de sangre que había brotado copiosamente de la nariz, a su vez doblada en un ángulo humanamente imposible, claramente rota por un impacto con algún objeto contundente.

A pesar de todos los vejámenes, el cadáver parecía delatar el cuerpo de una joven mujer; sin embargo, los gritos desgarradores de la madre —«¡Mi hija, mi hija! ¡Aaaay m'hija!»—, que llegaban desde detrás de los arbustos que ocultaban la escena, mostraban que se trataba todavía de una niña. Así lamentaba doña Celia la impensable pérdida de su hija mayor, Marta, de dieciséis años. Los vecinos hacían esfuerzos por contenerla mientras que los policías antimotines, que habían llegado al lugar para contener la ira y la indignación popular, no quitaban los ojos de la muchedumbre. De pie, cortando la carretera, a unos doscientos metros de la escena del crimen, cubiertos con chalecos antibalas y cascos blindados, y armados con macanas de madera y escudos de plástico, estaban listos para atacar, y matar de ser necesario, a aquellos conciudadanos suyos, a los que el deber les exigía proteger. Enfrente tenían una muralla de habitantes del pueblo, armados con escopetas, armas de mano, palos y piedras, dispuestos a no dejarse pasar por encima. La tensión entre ambos bandos se sentía en el aire, pesada, como una tormenta a punto de estallar.

Policías y pobladores estaban concentrados sobre la carretera que corría paralela al río, y que atravesaba la aldea, a unos quinientos metros de la entrada de la misma. Ya dentro del pueblo, se transformaba en calle principal y sobre ella, a unos cien metros de la subestación de Policía, que todavía ardía luego de que los pobladores le prendieran fuego durante los disturbios de la tarde y que nadie se apresuraba a apagar, una segunda barrera de antimotines se encontraba frente a un grupo menor de habitantes. Los cadáveres de los dos policías vapuleados por la turba enardecida y los de los tres bochincheros que los agentes habían logrado abatir antes de ser ellos mismos asesinados yacían frente a la subestación. Al lado de los agentes, una mancha de sangre y dos trazas largas proveniente de ella mostraban que alguien había sido arrastrado en dirección a los policías. El herido, cuyo rescate había sido el punto de partida de los disturbios, iba ya en camino al hospital de la cabecera del departamento en una ambulancia. A unos cincuenta metros calle arriba de la subestación ardían los restos de un carro incendiado por la turba en su furia.

Aquel herido rescatado por los policías era el hombre que la población creía responsable del crimen. La turba lo había linchado y lo habían dejado, dándolo por muerto, junto a los policías que lo custodiaban cuando habían sido obligados a retroceder por el contingente de antimotines completamente equipados que se había abalanzado sobre ellos. Para sorpresa de los oficiales, a pesar de las graves heridas, el presunto asesino estaba todavía con vida, aunque inconsciente, y habían logrado sacarlo del pueblo para transferirlo a la ambulancia.

Mientras tanto, al otro lado del pueblo, el comisario intentaba hacer sus constataciones o, más bien, pretendía memorizar lo mejor posible la escena del crimen, pues los pobladores no habían permitido que llevara ni siquiera un lápiz y una libreta para tomar notas, ni pensar en una cámara. El cadáver se encontraba a no más de diez metros de la carretera, oculto por una hilera de espesos matorrales que crecían a lo largo de la vía ocultando el río de la vista de los pasantes. La barrera vegetal se detenía a unos tres o cuatro metros del agua, donde comenzaba una leve pendiente que marcaba el borde del río cuando este estaba lleno. Era en esta especie de playa, cubierta de una fina mezcla de tierra y arena de color normalmente beis, pero que se oscurecía al estar mojada, donde el cadáver había sido descubierto por los pobladores luego de haber constatado la desaparición de la muchacha.

El policía se agachó para ver mejor la escena del crimen mientras se ponía un par de guantes de látex. Miró sobre su hombro y sacó un hisopo, cuya cabeza de algodón estaba cubierta con un pequeño tubo de plástico que se cerraba en un extremo para proteger las muestras así tomadas. Abrió el tapón hermético y empujó la barita dejando al descubierto la cabeza. Lo acercó a la intimidad de la muchacha para recoger una muestra, pero el clic de un arma que se amartillaba detrás de él lo hizo detenerse en seco.

Chonte morboso. Ver y no tocar fue el trato en que quedamos, ¿no?

El comisario, que se había detenido en seco en la maniobra, ni siquiera se dignó en volver a ver al muchacho que le apuntaba con el arma. Más que asustado estaba indignado, y no por que le apuntaran con un arma por la espalda, sino porque lo trataban de «chonte», el término despectivo usado en la región para referirse a los policías. 

—Necesito muestras para que las analice el laboratorio. Ustedes dijeron que querían que metiéramos en la cárcel al que hizo esto, entonces déjenme trabajar.

—La mamá se opone a que le pongás una mano encima a su hija y, si ella lo hace, nosotros también. De todas formas, el hijueputa que hizo eso ya se quedó tieso. Así que… —el comisario sintió el acero del arma en el cuello—. Ver y no tocar.

Duarte suspiró porque a pesar de no estar en lo más mínimo impresionado con el tono amenazante de aquel muchacho, que seguramente no tenía ni idea de a quien se dirigía, sabía muy bien reconocer una partida perdida cuando veía una, en especial al encontrarse del lado equivocado de un arma de fuego en manos de un inexperto. A su interlocutor no le faltaba razón: una de las condiciones para que los enardecidos pobladores le dejaran entrar a ver el cadáver era que no llevara nada y otra era, efectivamente, «ver y no tocar».  En lugar de poner el hisopo en el cuerpo de la muchacha, lo metió en la arena al lado del cadáver, lo sacó, lo cerró y se lo metió de nuevo al bolsillo.

—Podría ser mi hija —dijo el comisario más para sí mismo que para continuar la conversación con el pistolero.

En efecto, desde que había levantado la sábana una imagen perturbadora se había fijado en su mente: la cara de su hija de quince años en aquel cuerpo martirizado. Sintió el arma despegarse de su cuello.

—Podría haber sido mi hermana —replicó la joven voz detrás de él en un tono comprensivo. El comisario escuchó el ruido del martillo que volvía a su lugar.

—¿Y están seguros de que fue ese hombre el que le hizo eso?

—Aquí todos nos conocemos y él es el único que no es de aquí que andaba en el pueblo. No puedo creer que tus cuates se lo hayan llevado vivo, pero del hospital no sale ese hijueputa. Visto como lo dejamos.

—Pues, si fue él, qué bien que le hayan quebrado el culo. Yo lo que tengo que hacer aquí es asegurarme de que… —un ruido de pasos le indicó que se había quedado hablando solo— las pruebas confirmen que fue él para que no los vengan a chingar a ustedes luego —pronunció las últimas palabras en un susurro, para sí mismo. Durante toda la conversación no había logrado apartar la vista del cuerpo de la muchacha, en la que no dejaba de ver la cara de su hija.

Tal era el clima en el cual el comisario Duarte Pereira debía conducir su indagación. Él era el único investigador de la Policía Nacional al que la población de Arretenango había permitido llegar hasta la escena del crimen. La autorización había llegado después de casi seis horas de negociaciones conducidas por un representante de la Procuraduría de los Derechos Humanos llegado desde la capital por helicóptero.

Varias flores habían sido depositadas sobre la mancha de sangre en la que el cuerpo yacía y algunas veladoras habían sido encendidas por parientes y amigos de la víctima, lo cual mostraba que la escena del crimen había sido tan violada como la pobre muchacha y que lo que se podía encontrar en los alrededores no solo podía venir del asesino, sino también de aquellas bienintencionadas personas o incluso de los chuchos que vagaban por allí. Un tufo a amoniaco, que se mezclaba con el olor a sangre y el hedor a descomposición que comenzaba a emanar del cuerpo, delataba que hasta algún gato errante había dejado ya su contribución.

—Una investigación técnica e imparcial —se repitió el comisario, en un susurro, la instrucción que le había dado el representante de la Procuraduría, al tiempo que negaba con la cabeza—.  Se me hace que nos la vamos a tener que echar como en los tiempos de la contrainsurgencia.

La reflexión se refería a aquellos años, los de la época más dura de la guerra civil, cuando la forma de «investigar» era elegir al culpable, plantar las pruebas y luego presentarlas en un simulacro de juicio, que no era más que un intercambio interminable de expedientes entre funcionarios judiciales que, a veces intimidados pero la mayor parte del tiempo corruptos, terminaban por fallar en favor de la autoridad acusadora o de quien quiera que fuera que hubiera dado la mordida más grande. La presunción de inocencia había sido en aquellos tiempos una utopía, ya que la función de los mal llamados jueces era simplemente justificar los abusos innombrables que en nombre de la lucha contrainsurgente cometían las fuerzas del orden, convertidas en el aparato opresor del Estado. No era raro en aquellos tiempos que los pobres miserables que tenían la desgracia de cruzarse en el camino de la temida maquinaria judicial fueran presentados como criminales degenerados en lugar de políticos, sindicalistas o simples ciudadanos perseguidos, a veces por sus ideologías y otras por el simple hecho de haber cruzado una mirada con la persona equivocada.

A pesar de las evidentes dificultades, la «investigación técnica e imparcial» era una de las condiciones que habían sido acordadas entre el representante de la Procuraduría de los Derechos Humanos y los líderes de la muchedumbre para detener los disturbios generados por la cólera de los vecinos, que había empeorado luego del rescate del pobre infeliz acusado del crimen, lo que había frustrado sus intenciones de quemarlo en la calle principal del pueblo. La furia colectiva se había enardecido aún más al darse cuenta de que los policías no habían rescatado un cadáver, sino un herido de gravedad que había sido puesto en una ambulancia en dirección al hospital de Chepiltenango, cabecera del departamento donde se encontraba Arretenango.

—¡Chepe! —gritó el comisario al cabo José Guamuch, su asistente, por la radio—. Decile a los técnicos forenses que ya ni vengan porque no vale la pena. De todos modos, no los van a dejar pasar y solo se van a arriesgar a que estos cabrones les quiebren el culo.

—De acuerdo, comisario, yo les digo —contestó Guamuch, con una voz apenas distinguible entre la estática de la radio.

—Voy a levantar todo lo que encuentre aquí que pueda servir y yo se los paso al rato. Entretanto, subite a la patrulla y llevate un par de muchachos y se me ponen en La Cumbre y no me dejan pasar a nadie hasta nuevo aviso —respondió el comisario en referencia al punto donde se derivaba aquella carretera secundaria, al lado de la cual había sido encontrado el cadáver. La carretera que cortaba el país de este a oeste bifurcaba en aquel punto, conocido en la región con ese nombre, pues a partir de allí la carretera descendía abruptamente llegando al valle por donde pasaba el río. En lugar de cruzarlo, la carretera hacía un viraje a la izquierda y lo seguía, atravesando varios pueblos de los cuales Arretenango era el primero. Una barrera en La Cumbre bloquearía efectivamente toda la región.

—Entendido, comisario, vamos en camino —replicó el cabo—. ¡Fuera!

El comisario se agachó para observar la escena más de cerca. La luz temblorosa de las veladoras era la única iluminación con la que contaba para buscar evidencias. Su lámpara sorda se la había reventado en la cabeza a un tipo que, en el pleito con la muchedumbre, se había acercado peligrosamente a su pistola. Poco importaba, porque aquella búsqueda estaba lejos de ser la prioridad en su mente. La prioridad era salir de allí con vida y para ello debía dar la sensación de que la investigación era seria.  Luego de dos minutos de observación, se puso de pie y comenzó a caminar lentamente alrededor de la muerta pensando en lo contrariada (¿o quizás contenta?) que su mujer estaría si salía de allí con los pies por delante. Aquellos movimientos sazonados con una expresión de profunda reflexión no eran más que una improvisada coreografía para que los vecinos, que estaba seguro lo observaban, se calmaran y lo dejaran salir de allí andando.

Un pequeño bulto oscuro en los matorrales sacó de su mente el imaginario rostro compungido de su mujer y despertó sus instintos de detective. El bulto estaba debajo de los matorrales, en la sombra. Sigilosamente y mirando sobre su hombro, tomó una veladora y la acercó para ver mejor: eran unas bragas cubiertas de lodo. Cortó una barita de un matorral y con ella recogió la prenda. Con la mano libre se registró los bolsillos y en uno de ellos encontró una bolsa de plástico vacía que hasta hacía unas horas había contenido los panes con frijoles que le habían servido de almuerzo. Metió la prenda íntima en la bolsa, la cerró y se la volvió a guardar en el mismo bolsillo del que la había sacado.

Puso cuidadosamente la veladora en su lugar, complacido de haber encontrado una pieza de evidencia. Ni siquiera se molestó en buscar el arma del crimen, o más bien las armas del crimen, pues lógicamente había al menos dos: un objeto contundente con el cual le habían desfigurado la cara a la muchacha y el arma cortante con la que había sido degollada. En todo caso, no perdió tiempo en buscarlas, pues supuso que, estando tan cerca del río, allí habrían ido a parar. Luego de una vuelta más alrededor del cuerpo, lo cubrió de nuevo con la sábana para ya no tener que soportar la horrible visión y se sentó sobre una piedra. Sacó un cigarro y lo encendió: había que matar el tiempo para dar la impresión de que se estaba haciendo una investigación ejemplar.

* * *

Allí esperó hasta que oyó como poco a poco la muchedumbre se disolvía. Cuando ya solo se escuchaban unas pocas voces, salió de entre los matorrales hacia la carretera. Los pocos vecinos que quedaban se habían sentado en grupos. De uno de ellos se oían todavía los gemidos de la madre de la víctima, de otro se escapaban algunas exclamaciones que significaban que las apuestas a los dados ya habían empezado y las exclamaciones incoherentes que se escapaban de un tercer grupo indicaban que alguien había abierto un botellón de ron barato. Aprovechando que los pobladores estaban distraídos, el comisario se dirigió rápidamente en dirección a donde estaban sus colegas, atravesó a zancadas rápidas los cien metros de tierra de nadie que separaban a los vecinos de los policías y se dirigió directamente hacia donde el delegado de la Procuraduría y el alcalde auxiliar de Arretenango lo esperaban. Uno de sus hombres le tendió el cinturón que tenía la cartuchera donde estaba su arma y otros elementos de su equipo reglamentario. Conforme se lo ponía alrededor de la cintura, sintió una sensación de alivio, como si hasta ese momento hubiese estado desnudo delante de todo mundo y ahora se sintiera completamente vestido.

—Terminé con la escena del crimen —dijo dirigiéndose al alcalde auxiliar—.  Voy a llamar al forense para que venga a traer el cadáver y que lo trasladen a la morgue del hospital de Santa Catalina…

—¿Está usted loco? —le increpó el alcalde auxiliar con un triste pero firme tono—. Esta gente… Nosotros lo único que queremos es darle cristiana sepultura a la muchacha y que se haga justicia contra el maldito ese que la mató. —Puso un dedo índice en gesto amenazador a dos centímetros de la nariz del comisario—. Si se la llevan a ella, nos llevan a todos, pero no por las buenas, se lo aseguro —dijo en un tono que exudaba pena y amenaza al mismo tiempo.

—Nos calmamos, señores, nos calmamos —intervino el delegado, viendo la rabia en la mirada del comisario y conociendo la reputación de este último—. Don eh… Gustavo, perdone, se me olvidó por un segundo, la autopsia es parte de una investigación profesional y fue a eso a lo que nos comprometimos, pero —se dirigió al comisario— también es cierto que esta gente no está para escuchar razones.

—Pero, de todas formas —dijo el alcalde auxiliar—, ¿de qué sirve la autopsia si todos sabemos ya de qué murió y quién lo hizo? Además —alzó su índice derecho en dirección al pueblo, donde un grupo de hombres se acercaban con un carro tirado por un escuálido caballo sobre el cual había una austera caja de madera—, allí vienen ya los empleados de la funeraria con la caja. Dejémosles hacer su trabajo y terminemos de una vez con esta noche… —No pudo terminar la frase porque la voz se le ahogó en un nudo que se le había formado en la garganta.

Los otros dos asintieron con la cabeza. El alcalde auxiliar entonces caminó en dirección al grupo donde se hallaba doña Celia para decirles que podían recoger el cuerpo de su hija. Aprovechando que la atención se centraba en el alcalde auxiliar, en doña Celia y en los empleados de la funeraria, el delegado de la Procuraduría y el comisario Duarte empezaron a caminar lentamente en dirección opuesta a la aldea, hacia los camiones que estaban estacionados al lado de la carretera, unos cuantos metros más lejos. Una seña de la mano derecha del comisario bastó para que el contingente antimotines los siguiera. Le lanzó una mirada al oficial que estaba más cerca, quien de inmediato entendió que tenía que avisar a sus compañeros, apostados en el centro del pueblo, para que procedieran a retirarse también.

—Tengo que interrogar a los testigos —dijo el comisario hablándose más a sí mismo que al delegado mientras ambos se acomodaban en el asiento delantero de uno de los camiones, al lado del chófer.

—Lo entiendo y no lo envidio –respondió el delegado–. Solo sea muy cuidadoso y tenga mucho tacto, que esta gente no está para andar jugando con ella.

El comisario asintió con la cabeza. Idealmente hubiera tenido que empezar los interrogatorios allí mismo, antes de que los testigos se dejaran influenciar por los chismes que seguramente comenzarían a circular. 

—Tiene razón, mejor lo dejo para mañana, cuando estén más calmados.

—Yo que usted, lo dejaba para pasado mañana porque acuérdese que mañana es el entierro y van a ponerse sensibles otra vez. Lo último que queremos es tener que regresar mañana en la noche a rescatarlo a usted también.

Duarte asintió con un aire pensativo. Acto seguido dio la orden al chófer de ponerse en marcha, lo que este cumplió de inmediato, aunque tuvo que detenerse en seco cuando los gritos provenientes de atrás le indicaron que no todos sus compañeros estaban ya dentro de la parte de carga del camión. Duarte aprovechó el corto momento de silencio para hablar por la radio.

—¡Chepe! ¿Cómo está todo allá arriba?

—Hay unos cuantos de periodistas aquí que quieren bajar, pero están tranquilos, comisario —dijo la voz del cabo sobre la familiar estática.

—¿Hasta qué hora tenés el turno? 

—Dos de la tarde de mañana, comisario.

—Quedate allí entonces toda la noche. Mañana hacia mediodía te mando a alguien para que te releve. Vamos a mantener el tope al menos hasta pasado mañana. ¡Fuera!

—Entendido, comisario. ¡Buenas noches y fuera!

Esta vez el camión se puso en marcha en la dirección opuesta a Arretenango, rumbo a la comisaría de Chepiltenango.

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