JC: Debido proceso - Capítulos I y II

Portada Justicia criolla: debido proceso

Justicia criolla: Debido proceso

Contenido

  • Capítulo I: Defensor de oficio
  • Capítulo II: Línea de defensa
  • Capítulo III: Juicio, primera parte
  • Capítulo IV: Tribunal Publique
  • Capítulo V: Juicio, segunda parte
  • Capítulo VI: Lobbying
  • Capítulo VII: Juicio, tercera parte
  • Capítulo VIII: Argumentos finales
  • Capítulo IX: Veredicto
  • Capítulo X: Sentencia
  • Capítulo XI: Apelación 
  • Capítulo XII: Testigo
  • Epílogo

Capítulo I

Defensor de oficio

El jet lag, como todos los días desde su regreso hacía ya casi una semana, lo despertó a las cuatro de la mañana. Durante más de una hora dio vueltas en la cama pensando cómo había terminado volviendo a la misma habitación en la que había dormido durante su infancia y adolescencia después de haberse llenado de diplomas y de estudios en Europa. El recuerdo de su novia, con quien había interrumpido la relación al volver a Los Altos, fue demasiado doloroso, y lo hizo levantarse, aún de madrugada. 

Contrariamente a sus hábitos de impuntualidad, antes de las ocho, estaba sentado en la salita de espera del director de la Defensa Pública. Allí esperó por tres cuartos de hora, pensando de nuevo en todos sus diplomas y logros, y en cómo se veía reducido a tener que aceptar un empleo que su padre le había conseguido. Finalmente, la llegada del hombre regordete y calvo, que sería su nuevo jefe, lo sacó de sus pensamientos. Se puso de pie para saludar. 

—¡Uy! —dijo el hombrecito sorprendido al encontrarse frente a sí repentinamente al guapo y atlético muchacho contra el cual casi se había chocado por ir absorto con el celular—. Dígame… ¡Ah! Usted es el hijo de Güicho Martínez, ¿verdad? Bonjour.

Bonjour —respondió sorprendido Pierre Luis Martínez Lepecheur, que no esperaba ser reconocido sin presentarse, ni mucho menos ser saludado en francés, su segundo idioma materno. Respetuosamente estrechó la mano del director—. Así es, licenciado, soy yo. Pierre Luis Martínez Lepecheur, a sus órdenes. 

—¡Cómo se parecen! —destacó el director—. Ni siquiera hace falta que me lo presenten. Igualito a Güicho cuando fuimos compañeros en la universidad. Pase, adelante, adelante. 

—Güicho me contó que estudió en Francia, ¿es cierto? —preguntó el director una vez en la oficina y sentados uno frente al otro, con el escritorio de por medio. 

—Sí señor —respondió Pierre Luis tendiendo una carpeta al director, quien la recibió y la abrió de inmediato—. Aquí le traigo mi currículum. Soy abogado y notario aquí en Los Altos y, además, estudié una maestría e hice un doctorado en la Universidad de…

—¿Y habla francés?… ¡Claro que habla francés! —se respondió el director a sí mismo sin dar tiempo a Pierre Luis a responder—. Por su mamá francesa, ¿verdad? Excelente. Mire, su papá me llamó para pedirme que, por favor, lo contratara, y resulta que él fue el que me hizo favor a mí. Aquí está su primer caso. Es complicado, pero usted me cae del cielo porque el cliente es francés, así que será más fácil comunicarse con él. 

El director deslizó una carpeta sobre la mesa y la puso frente al joven abogado. Esta tenía una nota autoadhesiva en la cubierta, donde alguien había garabateado: «Linchado de Arretenango. Francés. Inconsciente en el hospital de Chepiltenango. Mandar a alguien rápido».

—Perdone, licenciado, pero ¿y mi contrato laboral? —preguntó Pierre Luis luego de haber echado un ojo a las pocas páginas que componían el expediente. 

—Ah, ¿no me tiene confianza? —preguntó con un tono ofendido el director. 

—Para nada, licenciado. El problema es que quien ha sido asignada como defensora de este caballero es la Defensa Pública, no su servidor. Entonces, mientras yo no sea un empleado de esta institución, la acusación, la policía y hasta el juez de instrucción tendrían una excusa, sino la obligación, de negarme acceso al expediente y a cualquier otra diligencia que ellos hagan. 

—Muy bien, patojo —le respondió el director tendiéndole otra carpeta—. Bien me decía su papá que usted es bueno. Aquí está el contrato. No se preocupe en leerlo demasiado, que es un contrato estándar que no podemos cambiar, así que solo firme las dos copias; se queda con una, y váyase volando para Chepiltenango: su cliente lo está esperando.   

Pierre Luis firmó; se despidió del director y salió de la oficina en dirección a su automóvil. Se sentó al volante, puso el motor en marcha, pero no se movió. ¿Dónde diablo quedaba Chepiltenango? 

Pierre Luis Martínez Lepecheur era hijo de un reconocido abogado penalista del país y de una francesa que había llegado muchos años antes como niñera y se había quedado al encontrar el amor en el hijo mayor de la familia cuyos niños cuidaba. 

El bufete del padre era famoso por la defensa exitosa de narcotraficantes y de funcionarios corruptos. El joven Pierre Luis parecía tener toda una carrera trazada apenas a los dieciocho años cuando, luego de haber terminado la educación media, se enroló en la universidad privada más prestigiosa del país para estudiar Derecho. 

Desde el inicio de sus estudios, todo parecía indicar que tenía ya un puesto reservado de antemano a las órdenes de su padre, incluyendo la sucesión de este en el futuro. Sin embargo, al terminar la carrera, para gran sorpresa y decepción de su padre y para alegría de su madre, Pierre Luis decidió utilizar su ciudadanía francesa para ir a ver el mundo: se mudó a Francia, donde hizo una maestría y un doctorado en derecho internacional, perfeccionó el uso de su segunda lengua materna, consiguió novia y usó y abusó de la tarjeta de crédito que su padre le había dado, viajando a lo largo y ancho de Europa y parrandeando en los clubes más exclusivos del Viejo Continente. Casi tan destacables como sus notas y sus logros académicos eran las fotos que compartía en los famosos lugares de fiesta como Ibiza o Saint Tropez.   

Al terminar sus estudios, sin embargo, la realidad le explotó en la cara: en Francia, para un jurista internacional, era prácticamente imposible encontrar trabajo debido a las diferencias inherentes entre los sistemas legales de los diferentes países. Aún más difícil era hacerse abogado debido a las extremadamente exigentes pruebas a las que debían someterse los candidatos para ser aceptados en el gremio. 

A los treinta años, Pierre Luis se encontró en Francia, con grados académicos para tirar por la ventana, pero sin trabajo, con novia, sin familia y, sobre todo, sin dinero porque su padre había dispuesto que, al momento en que terminara de estudiar, el grifo del soporte familiar se cerraría. Por ello, con el último suspiro de su tarjeta de crédito, compró el billete para volver a Los Altos. 

Al llegar a la casa de su infancia del aeropuerto, su padre lo estaba esperando. Le puso una mano en el hombro y se lo llevó a la biblioteca de la mansión donde vivían. 

—Bienvenido, hijo, me alegra verle de vuelta —le dijo en un tono serio—. ¿Cuáles son sus planes? 

—Gracias, papá —respondió Pierre Luis, quien conocía muy bien las maneras directas de su padre—. Mi plan ahora es poner en práctica todo lo que aprendí tanto en la carrera aquí como en mis estudios en Francia para hacerme una vida. 

—Suena bien. ¿Y cómo piensa hacer eso?

—Antes de irme, papá, usted me había ofrecido un puesto en su bufete. En aquel momento, yo no estaba listo para aceptarlo porque había cosas que yo quería hacer antes, pero ahora me siento listo.

—Ya veo —respondió el padre con un aire pensativo—. Básicamente, lo que me está diciendo es que, como allá en Francia no encontró nada bueno que hacer, ahora viene acá esperando que yo lo saque de sus problemas, como siempre, ¿verdad? Pues se equivoca, Luis, se equivoca: esta vez usted me tiene que probar que se merece eso.

Pierre Luis estaba atónito. No sabiendo qué decir, se quedó callado. 

—No es necesario poner la cara de velorio, hijo mío —continuó el padre—. Yo entiendo que usted haya querido ir a ver mundo e ir a probarse que podía valerse solo. Eso yo lo respeté entonces, aunque no lo compartía, y lo sigo respetando. Pero la vida que llevó usted en Europa me probó que usted no era sino un muchacho irresponsable. Profesionalmente, yo a usted no lo conozco. Me tiene que probar que vale como abogado porque en Francia, donde sí lo conocían, no lo valoraron. No veo yo por qué yo debería actuar de forma diferente ante un profesional joven, con muchos diplomas, pero sin ninguna experiencia profesional.

—Papá, eso no es justo…

—Mi problema no es con usted —interrumpió el padre alzando una mano—. Usted sigue siendo mi hijo. Mi problema es que en el bufete yo necesito profesionales que valgan, no que vengan a aprender. Por eso ya le conseguí un trabajo donde usted va a tener la oportunidad de probarme… no… de probarse a usted mismo su valor. Hace unos años, yo metí dinero en la campaña política para diputado del actual director de la Defensa Pública, pero el idiota perdió. Sin embargo, como su partido ganó la presidencia, él fue a parar allí. Además, es un viejo amigo de la universidad. Bueno, da igual; él me debía un favor por haberlo sostenido en la campaña, así que aceptó emplearlo a usted como abogado defensor.

Un silencio se instaló entre padre e hijo. El primero se levantó de la silla aterciopelada y se dirigió a la puerta. 

—Se tiene que presentar la semana entrante allí —explicó dándole la espalda a su hijo. 

—¿Papá? —preguntó Pierre Luis antes de que su padre cruzara la puerta— ¿Puedo dormir aquí unos días mientras encuentro un apartamento?

—Por supuesto, m’hijo —respondió el famoso abogado sin darse la vuelta, pero sonriendo hacia la puerta al notar el miedo en la voz de su hijo—. Esta es su casa. Se puede quedar aquí todo lo que quiera. Su mamá ya le preparó su cuarto. Vaya a descansar un rato y nos vemos en la cena.  

Cuando Pierre Luis bajó para cenar, luego de haber dormido un par de horas, encontró a su padre y a su madre sentados a la mesa, con los ojos pegados en la televisión mientras sus platos de sopa se enfriaban delante de ellos. Se sentó en una silla, frente a un plato de sopa que lo esperaba. 

—¿Qué pasó? —preguntó, pero no necesitó una respuesta. Sus ojos se pegaron a la pantalla de inmediato, como los de sus padres. En Arretenango, un pueblito cuyo nombre nunca había escuchado, un crimen horrendo había sucedido. Un extranjero, aparentemente un turista, acusado por la población de ser el autor, había sido linchado. Las noticias aún no daban razón del estado de salud del desdichado, pues se concentraban en las escenas de vandalismo que estaban sucediendo en el pueblo en ese momento luego del descubrimiento del cadáver ultrajado de una pobre muchacha. Las imágenes mostraban la calle principal del pueblo donde, en la distancia, un vehículo ardía sin que los bomberos pudieran acercarse para apagarlo.

En años anteriores a la Guerra Civil, y especialmente, durante esta, el proceso penal en Los Altos era una serie de procedimientos administrativos que se podían resumir en un intercambio interminable de expedientes en papel entre diferentes judicaturas. Incluso el organismo judicial había tenido, en aquellos tiempos, partidas presupuestarias para rentar vehículos de carga para transportar los expedientes entre los diferentes tribunales que, a su vez, tenían bibliotecas donde eran almacenados y custodiados para que jueces y abogados pudieran consultarlos. 

Tal opacidad había hecho que los procesos fueran susceptibles de errores cuando los magistrados, abogados e investigadores retiraban piezas de los expedientes para analizarlas. Algunas veces olvidaban devolverlas o las ponían en el lugar incorrecto al hacerlo. También había manipulaciones, tanto con buenas intenciones como con malas: podía suceder que un abogado defensor, con tal de liberar a un cliente inocente, extraviara páginas de una declaración mientras los custodios miraban convenientemente para otro lado, a cambio de una propina. 

Peores eran las manipulaciones malintencionadas. No eran pocas las personas que habían perdido bienes, ido a la cárcel o, peor aun, terminado ejecutadas por crímenes que no habían cometido porque sus expedientes habían sido manipulados por intereses ocultos, normalmente afines al Gobierno de turno. Era así como el aparato judicial de Los Altos se había vuelto una temible máquina opresora al servicio de las diferentes dictaduras militares que se habían sucedido en el poder durante la Guerra Civil.  

Todo había comenzado a cambiar con el fin del conflicto. Los militares no pudieron justificar más su perpetuación en el poder y tuvieron que abrirse a la sociedad civil, no sin antes haber creado un marco legal que les aseguraba un futuro prometedor, es decir, todas las oportunidades e inmunidades necesarias para continuar enriqueciéndose a costillas del sistema y de la sociedad en general, con la única condición de mantenerse con toda discreción. 

Los pocos militares que acababan en prisión habían cometido crímenes de alta visibilidad, lo cual les traía la pérdida de protección por parte de la jerarquía. Los altos mandos veían la caída de ciertos oficiales de poco rango como algo positivo, pues permitía mostrar un falso compromiso con el establecimiento de instituciones fuertes de justicia.  

Al final de la Guerra, y como una condición para la firma de la paz, una nueva constitución había creado un sistema legal, imperfecto, cierto, pero mucho mejor que el anterior. El proceso penal se dividía en tres etapas: la instrucción, el juicio y la apelación, y en este se presentaban dos partes: el Ministerio Público, representado al Estado y a la sociedad como partes agraviadas, y el acusado. 

En la fase de instrucción, que en el proceso de Charles Dubois, el Linchado de Arretenango, había durado poco más de dos años, las partes presentaban, a un juez único, los argumentos y pruebas a cargo y descargo del acusado. El juez, entonces, valoraba cada uno de aquellos elementos y decidía si era o no admisible en el proceso. Cuando la instrucción acababa, y basándose estrictamente en aquellos elementos que había dictaminado aceptables, el juez decidía si el proceso se descalificaba o si pasaba a juicio. Esto tenía lugar en la audiencia preliminar, primera del proceso en ser pública.

No era raro que durante la instrucción se presentaran amparos, un recurso legal que se presentaba ante un tribunal independiente, con la intención de proteger a las víctimas de decisiones arbitrarias tomadas por agentes del Estado, en este caso, el juez de instrucción. Eso era en el papel, pero, en la realidad, se había vuelto una manera eficaz de atrasar los procesos en ambos sentidos: los abogados defensores interponían amparos para proteger a sus representados y el Ministerio Público los interponía para ganar tiempo cuando los casos no eran lo suficientemente sólidos, para asegurarse la victoria en el juicio. 

El juicio propiamente dicho era una serie de debates públicos en los cuales el acusado y Ministerio Público presentaban al tribunal todos los elementos de prueba que permitirían decidir sobre la culpabilidad del interesado. El tribunal estaba compuesto por tres jueces profesionales, de los cuales uno era nombrado presidente por sorteo. Un acusado era declarado culpable solamente si los jueces emitían un veredicto unánime de culpabilidad. En todos los otros casos, el acusado era considerado inocente. 

El juicio se abría en una audiencia a puerta cerrada, en la cual el presidente del tribunal era nombrado y este, en conjunto con sus compañeros, decidían sobre la duración del juicio, basándose en la cantidad de pruebas y testigos que serían presentados. 

La tercera etapa del proceso penal era la apelación, un segundo juicio que se llevaba a cabo a petición de una de las partes, normalmente, la que perdía en el juicio. A diferencia de este, la apelación era privada y era juzgada por una corte de cinco magistrados que no evaluaban de nuevo las pruebas o los argumentos, sino únicamente la forma del proceso. El objetivo era evitar que hubiese vicios de procedimiento que hubieran podido perjudicar a una de las partes. Para decidir sobre la apelación, el voto de la mayoría de los magistrados bastaba para tomar una decisión. La ley, además, establecía que las partes tenían tres días hábiles después del cierre del proceso para presentar el expediente de apelación a la corte; en caso contrario, el fallo del juicio sería considerado firme y cualquier condena resultante, aplicada inmediatamente. 

Capítulo II

Línea de defensa

Siendo un miembro de la Defensa Pública, la función de Pierre Luis era representar a aquellos acusados que no tenían la posibilidad de financiar un abogado, que en aquel país era un privilegio que solamente los más ricos podían permitirse. 

Después de haber firmado su contrato laboral, había salido con la intención de ir a ver a su cliente, pero se había desviado en el camino al recibir una llamada del Consulado de Francia, hacia donde se había dirigido. Allí había conocido al cónsul que se ocupaba de la asistencia de Charles y, juntos, se habían dirigido al hospital de Chepiltenango.  

Al llegar al hospital, su cliente estaba aún inconsciente. Pidieron hablar con la jefa de enfermería de turno para consultar el expediente médico y fue así como conoció a Amparo Jiménez. De pie, en la sala de espera de terapia intensiva del hospital, ella les había mostrado en el expediente que, el día en que había ingresado, después de los acontecimientos en Arretenango, Charles había sido operado de emergencia dos veces: una en la cabeza y otra en el vientre.

—Y, cuando regresó unos días después, tuvo que ser operado de nuevo del abdomen porque la operación anterior se había abierto…

—¿Regresó? —interrumpió Pierre Luis a la enfermera—. ¿Acaso se había ido?

Jiménez cerró los ojos y respiró profundamente. No podía creer su indiscreción. 

—Yo no sé nada, licenciado —le dijo, cubriéndose la boca con la mano en un gesto de miedo—.  Por favor, pregúntele al médico tratante. 

—No, usted sabe algo. Dígamelo, por favor. 

La enfermera no respondió de inmediato. Le quitó el expediente de las manos al abogado y le mostró dos hojas de papel que se seguían: la primera era una ficha de alta y la segunda, una ficha de ingreso, ambas firmadas el mismo día con apenas unas horas de diferencia.  

—No entiendo. ¿El señor Dubois salió y regresó el mismo día?

—Mire, yo ya no estaba de turno…

—No me salga con esas cosas, por favor. Dígame qué pasó. Será entre nosotros. 

—La policía… —dijo Jiménez en un susurro después de dudar unos segundos—. Un policía que lo estuvo cuidando aquí, mientras estuvo inconsciente, se lo llevó a la fuerza. Como le dije, yo ya no estaba de turno, pero las muchachas me contaron que lo habían regresado unas horas después escurriendo sangre. El personal quería ingresarlo de inmediato, pero el mismo policía los forzó a esperar hasta que el juez lo consignó a la entrada de la emergencia. Ese muchacho está vivo de milagro. 

—Pero ¿por qué se le reabrieron las heridas? —preguntó el abogado. 

—No sé. Como le repito, yo ya no estaba de turno y no está consignado en el expediente, lo cual es normal porque nosotros aquí no somos detectives: solo remendamos a la gente. 

—¿Y cómo se llama el policía? —preguntó con ansiedad Pierre Luis. La enfermera no respondió, sino se metió la mano en uno de los bolsillos de su uniforme y sacó una tarjeta de visita que le tendió.

—Hablando del diablo… —susurró Jiménez apuntando con uno de sus pulgares hacia el lado opuesto de la sala de espera.

Efectivamente, un hombre de baja estatura, moreno, regordete, con un espeso bigote y ataviado con un uniforme de policía había entrado por la puerta en el lado opuesto de la sala y avanzaba en su dirección, a las habitaciones de terapia intensiva. Los ojos, parcialmente ocultos por la visera del quepis, tenían una mirada salvaje. El abogado avanzó para interceptarlo en su ruta. 

—¿Comisario… Duarte Pereira? —preguntó el abogado con amabilidad, leyendo el nombre de la tarjeta. 

—¡Quítese! —le ordenó el comisario, cuya cabeza llegaba apenas a la base del cuello de Pierre Luis. Además, le golpeó los pectorales con las manos. Le llevó a Pierre Luis unos segundos entender que la intención del policía había sido empujarlo y que aquello había sido una agresión. 

—Me vuelve a tocar y lo demando, que quede bien claro —le advirtió Pierre Luis al comisario, abandonando toda pretensión de amabilidad—. Soy el licenciado Pierre Luis Martínez Lepecheur y soy el abogado del señor Charles Dubois. Este señor es cónsul de la República de Francia en Los Altos y está aquí para darle a mi cliente la asistencia consular a la cual tiene derecho…

El intercambio duró apenas unos segundos más antes de que el policía partiera dándose por vencido. Al acercarse a la puerta por la que había entrado, dirigió una mirada a la enfermera y masculló algo antes de desaparecer. 

—¿Qué le pasa a ese tipo? —preguntó Pierre Luis con una sonrisa sarcástica. El cónsul alzó los hombros con un gesto burlón. La enfermera, en cambio, tenía lágrimas en los ojos. Su mirada ya no era de miedo, sino de terror. Le dio el expediente médico al abogado, giró sobre sus talones, y desapareció por la misma puerta que la que se había ido el comisario.

Pierre Luis y el cónsul volvieron al puesto de enfermería, pero no encontraron a Jiménez. Pidieron, entonces, hablar con quien estuviera a cargo y les indicaron la oficina del administrador del hospital. Este les respondió que él no sabía nada y que tenían que verlo con su superiora, que los mandó a ver al director del hospital, quien a su vez los mandó con el jefe de internistas, quien finalmente los remitió con el cirujano que había operado a Charles la segunda vez. 

—Esas cosas pasan —le respondió lacónicamente el galeno al tiempo que leía el expediente de otro paciente—. A veces las operaciones se abren y hay que volver a cerrarlas. Yo puedo responder por lo que yo vi y por lo que hice. Lo que yo vi fueron heridas internas concordantes con una paliza. Los puntos de sutura de la operación anterior se habían desgarrado, y tocó recoser todo eso. Le aseguro que ahora las tripas de ese fulano están bien reparadas. Si quiere saber cómo se pudo haber reabierto la cirugía anterior, vaya y pregunte al cirujano que la hizo.

—Que es... —preguntó Pierre Luis. 

—Eso yo no se lo puedo decir; vaya a ver a mi superior...

Y así tuvieron todo el santo día al abogado y el cónsul, yendo de arriba abajo preguntando las mismas cosas a diferentes miembros del personal del hospital, que les respondían siempre con evasivas y los enviaban con alguien más. Al final, el abogado debió contentarse con lo que decía el reporte médico: que el paciente había sido operado de la cabeza una vez con éxito y dos veces del abdomen; la segunda, para reconstruir daños causados por un desgarro, inexplicado, de la sutura de la primera operación. Al final del día, se habían retirado con más preguntas que respuestas. 

Al día siguiente, al llegar a la Defensa Pública, Pierre Luis se había encontrado con una notificación de que el Ministerio Público había pedido que Charles fuera transferido a un centro de detención preventiva. Tuvo que moverse rapidísimo para presentar un amparo para que, por razones humanitarias, su defendido siguiera en el hospital. Aquel fue el primero de un flujo continuo de recursos judiciales a favor de su cliente con el objetivo de mantenerlo el mayor tiempo posible en la seguridad del nosocomio. Su esfuerzo fue exitoso durante seis meses, tiempo durante el cual el acusado recuperó la capacidad de andar y de comunicarse de nuevo, tanto en francés como en español.

Desde el primer día, Pierre Luis había comenzado a buscar testigos a favor de su cliente. El primero que había buscado era, naturalmente, aquella enfermera con la que había conversado el día que había conocido a Charles. Volvió al siguiente día, en que se suponía que Amparo Jiménez tendría turno de nuevo, pero no estaba. De hecho, nadie en el hospital la había visto, y tanto compañeros como superiores estaban preocupados, pues no era su costumbre ausentarse sin avisar. 

Una semana después, Pierre Luis recibió la noticia: la enfermera había aparecido muerta, ahogada en el río que cruzaba Chepiltenango. Las intensas lluvias lo habían transformado en un torrente que había arrastrado el cadáver de la pobre mujer por varios kilómetros. 

Entretanto, había hecho algunas averiguaciones sobre ella y había descubierto que, muchos años antes, Amparo Jiménez había sido una activista contra la dictadura de turno. Un día, luego de una protesta, su prometido había desaparecido sin dejar rastro para nunca más ser visto. 

Después de aquella protesta, Jiménez se alejó del activismo y encontró su vocación en ayudar al prójimo. Fue así como se hizo enfermera. Nunca se casó, y se rumoreaba que seguía esperando a su prometido. 

Pierre Luis consiguió que la dueña del apartamento donde la enfermera vivía le permitiera entrar.  El piso estaba construido en el fondo del patio de una vieja casona. Jiménez vivió allí por más de veinte años. Cuando Pierre Luis entró, lo primero que le llamó la atención fue una antiquísima pancarta de protesta adosada a la pared sobre la cabecera de la cama. En el centro había una foto en blanco y negro de un guapo muchacho y, sobre su cabeza, se leía: «¡Vivo se lo llevaron, vivo lo queremos!». Debajo estaban las fechas de nacimiento y de desaparición que, al restarlas, daban poco más de veintiún años. La fecha de desaparición atrajo en particular la atención del abogado, pues el año era el mismo de su nacimiento. 

Buscó entre los papeles que estaban sobre la mesita del apartamento, pero no encontró nada interesante. Menos de quince minutos después, iba ya para afuera. Antes de cerrar la puerta, volvió a ver hacia el interior, y su atención se fijó de nuevo en el viejo retrato del muchacho: su mirada llena de esperanza, su sonrisa pícara, la cruz que colgaba de su cuello. Pierre Luis pensó que un duelo de treinta años podría volver loco a cualquiera. Decidió entonces creer lo que la policía le había dicho: que la enfermera se había suicidado.  

Desde el día siguiente a la primera visita de su cliente en el hospital, parte del trabajo cotidiano de Pierre Luis había sido preparar recursos para anteponer ante el tribunal de instrucción y ante los tribunales de amparo para que Charles pudiera salir de la cárcel en espera de su proceso. El tiempo que llevaba Charles en prisión preventiva excedía ya por mucho lo que la ley autorizaba, pero la fiscalía explotaba un vacío legal que permitía a los jueces prolongar la detención. Solo en raras ocasiones los jueces habían permitido a Charles ser trasladado a un hospital para curarse ciertos problemas de salud derivados de su linchamiento. Fuera de aquellas visitas médicas, la decisión había sido siempre firme: el sospechoso permanecía en prisión por «riesgo elevado de fuga».

Otro flujo de recursos legales que Pierre Luis tuvo que lanzar fue para obtener acceso a todas las piezas del expediente que la fiscalía estaba montando contra Charles. Si, según la ley alteña, la fiscalía estaba obligada a compartir cada pieza añadida al expediente, no lo hacían de forma espontánea. Por medio de un informante, que el director de la Defensa Pública tenía en la fiscalía, el abogado se iba enterando de cada acto realizado y de cada prueba recabada y, de inmediato, tenía que mandar un escrito pidiendo acceso. La fiscalía sistemáticamente rechazaba las peticiones, obligando a Pierre Luis a acudir al tribunal para obligarlos. Esto resultaba en retrasos en el proceso que, según el abogado y su jefe, eran beneficiosos para el acusado, pero que desesperaban terriblemente a Charles.  

Todas las estratagemas dilatorias de Pierre Luis, algunas victorias y otras derrotas, se habían llevado dos años, durante los cuales el acusado había permanecido en detención preventiva: primero en el hospital y luego en una cárcel. El traslado de Charles a la prisión había sido el resultado de una de las batallas perdidas de Pierre Luis: había pedido el arresto domiciliario, asignación al hospital por cuestiones de salud, incluso internación en un hospital psiquiátrico. Pero, de repente y sin previo aviso, todos esos recursos le fueron denegados el mismo día por la tarde. 

Al día siguiente, por la mañana, la fiscalía había presentado un recurso que había sido resuelto en tiempo récord y logrado que un juez, en el otro lado del país, girara la orden para que el sospechoso fuera trasladado a uno de los centros de detención preventiva de la capital. El día del traslado, el abogado había ido al hospital de Chepiltenango y se había encontrado con una cama vacía. A toda prisa había puesto un recurso para que le informaran dónde estaba y, por la tarde, le avisaron a qué cárcel podía ir a visitarlo. Allí finalmente se había reunido con él en una de las habitaciones reservadas para las visitas conyugales de los reos. 

Así continuó pasando el tiempo: dos años en los que Charles vivió en el infierno de la prisión preventiva alteña. Esa figura legal, inicialmente incluida en la constitución del país para evitar que criminales potencialmente peligrosos se escaparan durante las fases de instrucción del proceso judicial, se había vuelto una forma constante de abuso para enviar a la cárcel a cualquier sospechoso de un crimen que no pudiera pagarse un abogado decente, que no pudiera, o no quisiera, pagar un soborno a algún juez o, incluso, personas cuya estadía en prisión hubiera sido ordenada por alguien en altas esferas del Gobierno, ya fuera por conveniencia o por venganza.  

Charles cumplía con las tres condiciones: tenía un abogado de la Defensa Pública, no tenía dinero para sobornar al juez y, para su infortunio, su caso se había hecho muy conocido debido a la mediatización de los eventos de Arretenango. De no haber sido por el perfil de Charles, el crimen del que se le acusaba habría pasado a ser uno de los más de cinco mil asesinatos que sucedían por año y de los cuales solo una ínfima parte era resuelta. Para desgracia de Charles, su condición de extranjero, y el hecho de que las más altas autoridades del país se hubieran interesado en su caso, habían resultado en que su proceso se volviera uno de los más seguidos en la historia judicial del país. 

Dada la ola criminal incontenible que azotaba a Los Altos, tanto la prisión preventiva como la pena de muerte eran medidas muy populares entre la población. Durante las campañas electorales, los políticos vendían los mensajes de mano dura contra la delincuencia. Eso se traducía en meter a la cárcel a cuanta gente o, mejor dicho, cuanto pobre violara la ley. Aquello, combinado con la lentitud de los procesos judiciales, había resultado en unas condiciones horrendas de hacinamiento en las prisiones preventivas. Así Charles había terminado por compartir una celda minúscula con otros cinco prisioneros, donde había tres planchas de concreto adosadas a una pared, una sobre la otra a manera de literas, y un retrete, que se mantenía tapado la mayor parte del tiempo. 

Había durado muy poco allí pues, al cabo de una media hora, había caído desmayado. Los otros prisioneros llamaron a gritos a los guardias, no sin antes haberle registrado todos los bolsillos. Finalmente, los custodios llegaron por él para llevárselo a la clínica de la prisión. La crisis lo había salvado de la subasta, el perverso proceso en el que los prisioneros más poderosos del penal compraban a los nuevos para incorporarlos a sus establos, grupos de prisioneros que eran extorsionados para costearles el nivel de vida a sus propietarios.

Sin embargo, Charles había tenido suerte: en la clínica había conocido a un muchacho español, quien lo había puesto en contacto con un narcotraficante de alto rango que se encontraba en la misma prisión. Su experiencia de chef y el gusto del capo por la buena comida le había permitido granjearse su buena voluntad, tomándolo bajo su protección a cambio de los suculentos platillos que cocinaba Charles. Gracias a su empleo, había logrado evitar la subasta y los peores sectores, donde convivían los grupos de pandilleros que estaban en guerra entre sí y que periódicamente hacían motines, donde más de alguna cabeza terminaba sirviendo como balón de fútbol. Curiosamente, también había logrado mantenerse alejado de las drogas, que inundaban el penal. Vivir de cerca la batalla de su amigo español por dejarlas había sido un buen disuasivo.   

A pesar de su situación relativamente privilegiada, Charles desesperaba. 

—Pierre, por favor, vayamos al juicio —le dijo una vez a su abogado durante una de sus largas conversaciones en la sala de visitas de la cárcel—. Estar aquí me está matando. Lo único que quiero es que acabemos con esto.

—Tienes que entender que este proceso lo tenemos que detener —respondió su abogado negando con la cabeza—. Aquí no es Francia. Allá, de ser declarado culpable, te echarían quince o veinte años y estarías fuera al cabo de diez, cuando mucho. Aquí, ir a juicio es una ruleta. Quedaríamos a la merced de las ideologías de los jueces, sus agendas políticas y quién sabe cuántas cosas más. Tu proceso está politizado, y la única forma de que las pruebas a descargo en tu favor sean admitidas en el expediente y que pruebas a cargo fraudulentas sean excluidas, es hacer ruido. Por eso es que sigo poniendo recurso tras recurso porque, si no, te arriesgas a terminar tu vida en la cárcel por viejo, o por inyección letal.

Pierre Luis decía esto con toda sinceridad: él creía realmente que todo el proceso estaba plagado de vicios y por ello estaba convencido de que la mejor línea de defensa era demoler uno a uno los argumentos de la fiscalía que venían, principalmente, de una investigación policial bastante cuestionable. El abogado estaba convencido de que el proceso no merecía ni siquiera llegar a juicio. Según él, Charles tenía que ser liberado por un tecnicismo: pruebas mal procesadas, documentadas, o resguardadas, testigos poco fiables y un clima político que hacía prácticamente imposible la presunción de inocencia. 

La primera argumentación del joven abogado fueron las pruebas materiales: el día de los hechos, los policías estaban más concentrados en salir huyendo del pueblo, porque tenían miedo de que los fueran a linchar. La escena del crimen no había sido acordonada según los procedimientos: había sido contaminada, no había fotos, y ni siquiera había reporte de autopsia del cadáver.

Todo ello no había impedido al comisario a cargo describir en su reporte a una «víctima de violación y asesinato». Aquel reporte era una pieza central del expediente pues, al fin y al cabo, era el único documento oficial que establecía que en Arretenango había sucedido un crimen. El primer amparo que Pierre Luis interpuso fue contra este reporte, pues no estaba sustanciado en ninguna prueba material: ¿cómo había concluido el comisario que había habido violación si no había examen de un médico forense? El amparo contra el reporte no había progresado, pues el tribunal había dictaminado que el comisario era «un funcionario juramentado» con una «trayectoria intachable» y, por lo tanto, «su reporte merecía estar en el expediente y ser considerado».

Pierre Luis presentó otro amparo contra la admisión del carro de Charles, o lo que quedaba de él, como prueba. El amparo argumentaba que el automóvil había sido quemado por los habitantes del pueblo y manipulado por el chatarrero de la localidad. Cuando la policía científica fue finalmente a recuperarlo, casi dos semanas después, estaba ya parcialmente desmantelado; muchas de las piezas habían sido ya vendidas como repuestos. 

El chatarrero juraba que no había tocado la parte trasera de la camioneta pero, cuando los técnicos de la policía abrieron, encontraron solamente bultos de ceniza, que habían sido las frutas y verduras que Charles había comprado durante su viaje. El neumático de repuesto se había derretido en su compartimento, pero el aro no estaba. Faltaba también la herramienta para cambiar las llantas. Presionado un poco, el chatarrero había reconocido que había necesitado un aro y el gato, pero juró que la palanca para accionar este último ya faltaba cuando él había recuperado el vehículo.   

Otra prueba material era una prenda íntima que el policía a cargo de la investigación, decía, había sido recogida en la escena del crimen. Cuando los técnicos de la policía científica lo analizaron, encontraron que la prenda había sido completamente lavada por la lluvia a la que había estado expuesta. Lo único que lograron recuperar de esta fueron migajas de pan y trazas de semillas de una planta identificada como phaseolus vulgaris, pero ningún material genético explotable. En una de las pocas victorias de Pierre Luis, el tribunal de amparo accedió a dejar la prenda fuera. 

Finalmente estaba la pieza maestra del expediente de la fiscalía: la confesión firmada de puño y letra de Charles. El acusado juraba que lo habían obligado a firmarla bajo tortura. Incluso reconocía en el comisario a su torturador e indicaba que su asistente había ayudado. El tribunal de amparo dictaminó, sin embargo, que la forma en que la confesión había sido obtenida era irrelevante para el caso y que, entonces, la confesión se quedaba en el expediente. 

—¿Irrelevante? —repitió Pierre Luis entre dientes cuando, al final de la audiencia, el secretario del tribunal leyó el dictamen. No pudiendo contener la indignación, continuó alzando la voz—. ¿Pero cómo va a ser irrelevante? ¡Si la prueba no se obtuvo legalmente, no puede ser recibida!… 

—Cálmese, licenciado —dijo el juez con una calma desesperante—. Es irrelevante porque, si hubo crimen para obtener la prueba, entonces denuncie a la persona que lo cometió. Cuando esa persona haya sido declarada culpable, entonces se podrá establecer que la prueba es ilegal. Pero eso es materia para otro proceso. Ponga las denuncias que considere pertinentes pero, mientras tanto, la prueba se queda. El amparo es denegado; caso cerrado. 

Dos meses después, aquel presidente del tribunal de amparo era admitido en la Corte Suprema de Justicia.  

—¡Licenciado! —lo saludó el juez de instrucción con un tono sarcástico—. Gusto de saludarlo. Estaba a punto de mandarle a un oficial con un cafecito bien calentito para que lo despertara y lo trajera de la manita.

—Gracias señor juez. Disculpe la tardanza. Me quedé atorado una hora y media en el tráfico —mintió Pierre Luis, que, en realidad, se había quedado dormido sobre el expediente buscando un último defecto para postergar aquella audiencia preliminar. 

—Ahora que el abogado defensor nos honra con su presencia, podemos comenzar —dijo el juez, lanzando una mirada que mezclaba incredulidad y desprecio al abogado defensor—. Acusado, póngase de pie. —Pierre Luis se acercó a la mesa detrás de la cual su defendido había cumplido la orden del juez de inmediato. Puso su portafolios en el suelo, al lado, y ni siquiera se sentó. 

La sala de audiencias estaba dividida en dos: al fondo, la parte donde se desarrollaba la audiencia propiamente dicha, en donde los jueces, dos hombres y una mujer, se sentaban detrás de una larga mesa, sobre una tarima. Frente a ellos, dejando un cierto espacio de por medio, había dos mesas: una para la acusación y otra para la defensa. En una esquina había un pequeño escritorio donde el amanuense del tribunal llevaba las notas. Al lado de la mesa de la defensa, había una especie de vitrina con sillas dentro, para aquellos casos que involucraban varios acusados. Detrás de las mesas de la defensa y de la acusación, una barrera de madera, de un metro de alto, separaba el tribunal propiamente dicho de la parte de la sala reservada al público conectada a esta por una pequeña puerta. El área pública estaba dividida en dos por un corredor que conducía de la puerta principal de la sala hasta la entrada al tribunal propiamente dicho. 

Normalmente, una audiencia preliminar se llevaría a cabo en el despacho del juez pero, dada la atención pública que aquel caso atraía, el magistrado había decidido moverla a una de las salas de audiencias públicas. No le había faltado razón pues la sala estaba llena a más no poder: los bancos de madera en la parte reservada al público estaban ocupados casi en su totalidad. En la primera fila, detrás de la acusación, estaban sentados la madre y un hermano de la víctima junto a una representante de una organización no gubernamental extranjera que los había llevado hasta allí. 

El resto del público estaba compuesto, mayoritariamente, por periodistas nacionales y extranjeros. Sentado justo detrás de la acusación, había un muchacho de tez clara, pelo y ojos negros que llevaba una grabadora profesional con una esponja sobre el micrófono, etiquetada «TVFrance». También había representantes de organizaciones de derechos humanos, de defensa de las víctimas, un cura, y unas cuantas vendedoras chismosas del mercado cercano. Entre toda aquella multitud, Pierre Luis reconoció a su jefe, el director de la Defensa Pública, y a uno de los asociados del bufete de su padre.  

El juez se puso los anteojos, cogió el papel que tenía frente a él y asumió la posición de indiferencia típica de los burócratas en un día más de oficina.

—Acusado-decline-su-nombre-lugar-de-nacimiento-edad-y-profesión —masculló el juez sin siquiera levantar la mirada. 

Quoi? qu’est-ce qu’il a dit? —preguntó Charles a su abogado en rápido francés y en voz baja. 

—No sé, ni siquiera yo entendí —respondió el abogado—. Perdón, señor juez. ¿Podría usted, por favor, repetir la pregunta? 

—Que el acusado diga su nombre, su lugar de nacimiento, su edad y su profesión —respondió el juez con un tono de exasperación y viendo hacia la mesa de la defensa por encima de los anteojos.  

—Ah, merci—respondió Charles, que hablaba español lo suficientemente bien como para no necesitar un traductor, siempre y cuando le hablaran normalmente—. Je m’appelle… perdón. Me llamo Charles Antoine Alain Dubois; nací en Lille, en Francia, tengo treinta y un años y soy chef. 

—Representante-del-ministerio-público-lea-los-cargos —volvió a rezar el juez, de nuevo sumido en lo que fuera que estaba leyendo. Charles se sentó, pero no Pierre Luis. El fiscal del Ministerio Público también se puso de pie, pero no empezó la lectura, confundido al ver al defensor aún esperando el uso de la palabra. 

—¿El abogado defensor tiene algo que decir? —preguntó el juez al percatarse del silencio.  

—Sí, señor juez, es solo una petición —respondió el abogado—. Mi defendido es extranjero y, aunque habla bastante bien nuestro idioma, le cuesta un poco seguir si se habla demasiado rápido. ¿Podría el señor juez, por favor, hablar más claro y más alto?

—De acuerdo —dijo el juez suspirando—. ¿Quiere, por favor, el representante del Ministerio Público leer la acusación? Y por favor hable des-pa-ci-to. —La última palabra la pronunció con la melodía de una conocida canción que así se intitulaba.

La ocurrencia del juez fue acogida con una carcajada por la audiencia. Con una sonrisa, el magistrado dejó languidecer las risas hasta que ya, siendo innecesario, golpeó la mesa con su martillo. 

—Ya, ya, silencio. Ya en serio, señor representante del Ministerio Público, por favor, proceda.

Pierre Luis se sentó. El fiscal del Ministerio Público tomó un trago de agua, y comenzó a relatar todo lo que había sucedido, dando detalles de fechas, lugares, nombres y cuantos detalles estaban en el expediente. Al cabo de media hora de lectura, llegó a la conclusión.

—El Ministerio Público acusa a Charles Antoine Alain Dubois de los siguientes delitos —el fiscal dio un trago a su vaso de agua—: Secuestro, secuestro de menor, violación, relación sexual con menor, lesiones con intención de dar la muerte, abandono de cadáver y asesinato con premeditación, alevosía y ventaja.

—¡Maldito! —insultó la madre de la víctima a Charles, aprovechando los segundos que le tomaron al juez para terminar sus notas.

—¡Orden! Acusado, los cargos que se le imputan son graves y conllevan penas igualmente graves. ¿Cómo se declara?

Charles y Pierre Luis se pusieron de pie. 

—¡Inocente! —anunció el francés con voz firme. Un murmullo recorrió la sala. El juez llamó al orden a martillazos.  

—Y todavía se atreve a negarlo, el monstruo —recriminó doña Celia con una voz entrecortada por los sollozos. El silencio profundo que había caído ya sobre la sala permitió que sus palabras llegaran hasta el más recóndito rincón del tribunal.  

El juez acordó a la pobre mujer una mirada reconfortante y luego, notando que el acusado y su abogado estaban aún de pie, se dirigió a ellos.

 —¿La defensa tiene algo que añadir? 

—Sí, señor juez —respondió Pierre Luis—. El Ministerio Público se apoya sobre una confesión que fue extraída de mi cliente por medio de la tortura; se basa en pruebas científicas más que cuestionables, o incluso inexistentes, que hacen de este caso una aberración jurídica, un escándalo…

—¡Orden! —le interrumpió el juez dando un sonoro martillazo—. Licenciado, esta es una audiencia de vista previa para decidir si este caso va a juicio o no. Marca el final de la etapa de instrucción del proceso. Guarde sus argumentos y su saliva para el juicio, que buena falta le van a hacer. Además, me parece que usted ya dejó bien claras sus opiniones respecto de los elementos del expediente con todos los recursos que presentó. —El juez hojeó el voluminoso expediente que estaba sobre su mesa—. Aclaro mi pregunta: ¿tiene algo que añadir, algún elemento nuevo, que pueda retardar esta decisión?

Pierre Luis se aprestaba a responder, pero Charles lo tomó del brazo y le susurró: 

—Por favor, Pierre, avancemos con esto.

—No señor juez, en este momento no tenemos nada más que añadir —respondió Pierre Luis luego de una corta pausa, en la que contrapesó su deseo por hacer bien las cosas y la voluntad de su cliente. Suspiró y se sentó sin decir nada más. 

—Perfecto —dijo el juez—. Dado que la parte acusada difiere de la parte acusadora, declaro entonces la fase de instrucción de este proceso cerrada y ordeno que se proceda al juicio correspondiente. —El juez levantó su martillo para cerrar la sesión, pero Pierre Luis se puso de pie. 

—Señor juez, una última petición. Quisiera pedir su autorización para que mi acusado pueda enfrentar el juicio en arresto domiciliario. Lleva más de dos años en prisión preventiva, lo cual excede…

—¿Ministerio Público? —interrumpió el juez. 

—Señor juez —respondió el fiscal—. Es la opinión del Ministerio Público que el acusado, siendo un ciudadano extranjero, presenta alto riesgo de fuga. Por ello pedimos que se prolongue su estancia en prisión preventiva.  

 —¿Pero qué riesgo elevado de fuga va a presentar mi cliente, señor juez? —replicó Pierre Luis, sin poder impedir que la indignación le hiciera alzar la voz—. El pobre no tiene ni dónde caerse muerto.  Su padre…

Beau-père —interrumpió Charles. 

 —Digo, su padrastro, en Francia vive de una jubilación que apenas le permite pagar el alquiler y la comida. No tendría ni para comprarle un pasaje de vuelta a Francia, y eso asumiendo que pudiera recuperar su pasaporte, que se encuentra aún en el expediente. 

—Lea los periódicos, licenciado —respondió el juez con la calma del que ve pasar la ruina en muchas vidas a diario—. A su cliente lo único que le hace falta es un fan club. La embajada de Francia ha declarado públicamente «un escándalo» que su cliente esté sujeto a proceso penal en este país. El Ministerio de Relaciones Exteriores dijo que arriesgamos sanciones de parte de la Unión Europea por aplicar nuestras leyes. Si a este lo dejo ir, en dos días desaparece y lo encontramos en Francia o en otro lado. Así que la petición de la defensa es denegada. La sesión queda levantada. —El juez se levantó dando un sonoro martillazo en su mesa. 

Pierre Luis y Charles se pusieron de pie al mismo tiempo que los guardias penitenciarios se acercaron para esposar al acusado y llevárselo de vuelta a la prisión. 

—Al fin vamos al juicio —dijo el acusado mientras tendía las muñecas para que le pusieran los grilletes. 

—Es lo que querías, ¿verdad? Esperemos que el resultado sea bueno. —Le estrechó la mano al mismo tiempo que las esposas se cerraban. 

El abogado se quedó de pie viendo cómo se llevaban a su defendido por una puerta lateral. De entre la masa de gente que comenzaba a desplazarse hacia la puerta del fondo, salió una mano, que lo sujetó del brazo. Era el reportero de TVFrance.

—Perdone, ¿tiene tiempo para unas palabras para la televisión francesa?

—Por supuesto, pero no aquí. Esta es mi tarjeta de visita. Llámeme para que quedemos en un lugar más conveniente.

Copyright © 2020 Ignacio Solórzano. Todos los derechos reservados.

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